Cuando era pequeña, en mi pueblo, la noche del 23 al 24 de junio era “la quemá”. Cuando llegué aquí, hace ahora 19 años, descubrí que la noche del 23 se iba a la playa, y había fuegos, pero las hogueras arden la noche del 24.
Antes de concebirte, mon amour, estuve ensayando una obra de teatro que iba a ser representada, en un parque, la noche de San Juan: El sueño de una noche de verano. Iba a ser porque no fue, la pandemia impidió que ese proyecto continuara.
Cuando era pequeña, y de más mayor también, en ese fuego se echaban papelitos, con deseos, y apuntes, libros o cualquier cosa que quisiésemos eliminar de nuestra vida.
Ayer, siendo tú pequeña, después de tu graduación, esa sobre la que hace unos meses tenía dudas y ahora he vivido intensamente, pasamos por delante de la Hoguera. Y pensé en si este año, este verano, quemaría algo, querría echar algo al fuego.
Me di cuenta de que no. Ni uno solo de los momentos. Porque hemos tenido nuestros berrinches (propios de tu edad), nuestros enfados (pocos), nuestras rabietas (breves), nuestras prisas por las mañanas para llegar a tiempo al cole. Horas, y horas, y más horas, en casa sin poder ir porque los virus están encantados de conocernos. Nuestras noches sin pegar ojo (muchas). Nuestras siestas (largas) que nos han dejado muchas tardes sin poder bajar al parque.
De todos esos momentos hemos aprendido algo, algo hemos sacado en claro. Que nos lo pasamos bien juntas. Que a veces necesitamos espacio, y tiempo, para cada una. Que cuando nos observamos, sabemos conocernos, intuirnos, saber qué quiere la otra, adelantarnos a ofrecer, o preguntar, lo que creemos que toca a continuación.
Me lees, literal y figuradamente. Los guiones te hacen sentir seguridad. Tratas de seguir los pasos a toda costa, en un orden preciso. Ahora esto, después lo otro, luego lo de más allá. Y si me salto ese orden, por despiste o intencionadamente, para observar tu reacción, te encuentro, durante unos instantes, descolocada. Puede que reclames: “Así noooo, mamááááá” o que me preguntes “¿por qué?” y, habitualmente, aceptas la explicación o respuesta que te dé y continúas. Tu facilidad de adaptación me fascina.
En su discurso de graduación, Rory habla de lo inspiradora que es su madre para ella.
El viernes fue tu primer último día de cole. Hice el recorrido hacia allí con un nudo en el estómago, la última vez que íbamos las dos, en la silleta, con prisa; que esperaríamos que el semáforo se pusiera verde para cruzar, que te daría un abrazo, un beso enorme y te diría “pasátelo bien”. Que le explicaría a la seño de apoyo que no habías querido que te peinara y que llevabas en el bolsillo las pinzas y las gomas del pelo para que te las pusiera ella después.
Fui a recogerte y en el camino de vuelta a casa me contaste que se había acabado el cole, que ya no había más. Te expliqué que aún teníamos que volver el domingo para el festival de fin de curso y la graduación; recordaste que sí, contenta.
Has pasado el fin de semana pendiente del domingo por la tarde. De que llegaran la yaya, la abuela y el abuelo, para ir todos juntos al cole.
Ayer te pusiste la ropa para el baile ilusionada, te dejaste peinar y te brillaron los ojos de alegría cuando viste a tus compañeros vestidos igual.
Entraste sin mirar atrás, de la mano de la seño, y cuando un rato después te vi subir al escenario, sonriente, moviendo la falda con las manos, moviendo los pies al ritmo de la música (de Marc Anthony) pensé que lloraría, inmensamente, pero no cayeron las lágrimas que tenía dentro (ya se encargó papá de llorar a moco tendido por los dos…), estaba sujetando el móvil para grabarte y que puedas tener más adelante el recuerdo de esa actuación.
Al acabar su baile cada uno de los grupos, llegó el momento de la graduación. Os pusieron el uniforme, cada uno con vuestra banda, y ahí estabas de nuevo, subiendo al escenario cuando te llamaron por tu nombre y apellidos y dirigiéndote a tu seño para que te diera el diploma. Te sentaste y esperaste que acabaran todos. Te miraba, me mirabas, alzaba las cejas y sonreías.
Quería sacarte la lengua, quería que lanzaras el birrete, quería escribirte en una nota que “tenemos el hotel”, pero no podía ser… Así que me guardaré esa versión de Lorelai para la siguiente graduación, o la de después.
En la próxima graduación, o una posterior, te preguntaré si hay algo que quieras quemar en la hoguera de San Juan, si algo de lo que hayas vivido te gustaría dejarlo atrás, al menos de manera simbólica. Si procede, te preguntaré también si de algún modo soy fuente de inspiración para ti, porque, sí, mon trésor, quiero seguir siendo tu Lorelai.